Gonzalo Ríos Araneda
Doña Marina había quedado
viuda muy joven y llevaba más de tres años viviendo en la soledad de la quinta
que le dejó su marido don Hilarión de la Cuadra al momento de su muerte.
Situada en el sur del país, la quinta era lo que quedaba de la fortuna de los de
la Cuadra. Dato sin importancia si no fuera porque nos informa de la decadencia
de una familia tradicional de la sociedad chilena de finales de la primera
mitad del siglo XX, asentada por generaciones en un punto remoto de la antigua
provincia de Valdivia, más allá del borde sur del río Calle-Calle, y unido a su
capital territorial por una pequeña estación ferroviaria. Allí pasaron sus
mejores días, con algunas angustias, pero felices. Hilarión, parco en lo suyo,
remolón con el verbo; Marina expresiva, como las flores del canelo sagrado.
Hasta que, cerca de
cumplir los cuarenta años, aquel manifestó ciertos signos de desacomodo social.
Ocurrió desde el día en que empezó a frecuentar
una sociedad secreta que lo alejó de sus relaciones habituales. Con este
vínculo que nunca nadie se preocupó de investigar, se dio inicio al lento
deterioro de su salud mental, a lo que se sumó la inhibición prematura de su
sexualidad. Dicen quienes conocieron a la pareja, que don Hilarión era
infértil, y que, durante la primera etapa de su matrimonio, y a pedido de su
mujer, aceptó someterse a tediosos tratamientos de medicina natural con la vana
esperanza de engendrar un hijo, lo que no fue óbice para que el resplandor del deseo iluminara su lecho
intensamente.
En contra de la opinión
de sus cercanos y por el amor que le tuvo a su marido, nunca pasó por la mente
de doña Marina volver a casarse; al contrario, guardó penoso silencio y acomodó
su libido a la abstinencia con una valentía encomiable.
Después de su conversión,
don Hilarión había dejado de asearse con regularidad, se había dejado una barba
que nunca quiso recortar y empezó a vestir como su
jardinero, al que le cambiaba la ropa por la suya. Su desapego fue tan grande
por todo lo que le rodeaba que cayó en
melancolía, lo que a la postre lo condujo a la muerte, dejando a doña Marina
llena de aflicción, incapaz de comprender sus motivos. Es menester hacer
presente que los restos de don Hilarión fueron reducidos a cenizas, y
cumpliendo al pie de la letra un mandato expreso suyo –suscrito, por cierto,
cuando aún gozaba de buena salud–, estas fueron guardadas en un pequeño
contenedor de amazonita, cuyos brillos verdes, contrastados de estrías
amarillas, le daban al ánfora, una sensación fosforescente de estallido lúdico.
Fue colocada, de acuerdo con su testamento, en el centro del patio principal de
la quinta; más precisamente, en un quiosco en
forma de pagoda, cuyo techo, durante los veranos, producía sobre la pared que
la separaba del campo, una sombra ondulante, a semejanza de una serpiente,
mientras el sol transitaba por el lugar.
Tal cual quedó
evidenciado, durante el largo luto que llevó doña Marina, no se le conoció
ningún interés que la distrajera de sus cavilaciones, siendo la forma de
rendirle amoroso tributo a su marido. Secundada por Leontina –su ama de
llaves–, se recogía temprano en invierno y nunca muy tarde en verano, salvo
cuando recibía visitas que, de tarde en tarde, se asomaban para hacer recuerdos
de su esposo.
Necesario, para redondear
con fidelidad esta historia, es informar que el jardinero que le pasaba su ropa
a don Hilarión, empezó a manifestar también signos inequívocos de alteración de
su personalidad: vagar desnudo por las cercanías de la casa cuando se
encontraba fuera de sus horarios de trabajo, u orinar o masturbarse en
presencia de Leontina; hasta, incluso, insinuar avances indecorosos a doña
Marina, quien finalmente debió tomar la decisión de prescindir de sus
servicios. Por esta razón, los arrayanes plantados en los exteriores de la casa
se fueron quedando casi sepultados bajo los helechos por falta de poda, y las
florecillas de los alrededores dejaron de brillar. Pero, según los dichos de
algunos vecinos, cuyo único crédito es la unanimidad de sus versiones, el patio
donde reposaban los restos de don Hilarión, permaneció con sus jardines y sus
prados intactos, como si nunca hubieran dejado de ser atendidos por la mano
experta de un jardinero; en tanto, la vida de doña Marina transcurría más
rodeada de paz que de pesar; y bajo la inevitable aceptación de su destino,
incluido el abandono cruel de sus apetencias sexuales.
Sin embargo, cuando la
primavera de principios de la década del 40 del siglo pasado se asomaba
desparramando la vida a borbotones en aquellas latitudes feraces, doña Marina
amaneció llena de una energía nueva y sustancial. Se miró al espejo y se reconoció en la
plenitud de sus atributos y no sintió ninguna clase de frustración que la
hiciera renegar de su soledad; al revés, la prodigiosa virtud del espectáculo
de la creación, la llenaba ahora de una sensación de vital alegría. Fue
entonces cuando una suave brisa que, de pronto le rozó las
mejillas, la llevó a imaginar la presencia de un ángel travieso que bien podría
estar mirándola desde algún rincón de su jardín. Era tal el gozo suyo que, a la hora del desayuno llamó a Leontina y le dijo que ese día no almorzaría, bastaba con unas
frutas y ensaladas; también le pidió preparar su baño con diligencia para la
noche. La mujer, conocedora de los gustos de su señora, se lo ordenó con agua
de rosas y aceite de avellanas y se preocupó de dejar a su alcance lo mejor de
su vestuario íntimo. En la tarde, doña Marina se recogió temprano en su
habitación, y luego de un baño reparador, se paseó desnuda y se miró detenidamente en el gran espejo de molduras barrocas
que cubría la pared frente a su cama; enseguida se vistió con su desabillé de
verde ágata y admiró su anatomía, agradecida de su linaje; en tanto, había
dejado abierta la gran ventana que daba al patio de la pagoda donde brillaba
contra la inmensidad del cielo el ánfora con los restos de su marido, a la vez
que la acariciaba un aire limpio y sereno sobre las suaves extensiones de su
piel. Se tocó los glúteos y se miró el ombligo para seguir con la vista la
línea apenas perceptible que bajaba para unirse a la oscura rosa de su bajo
vientre. Un estremecimiento llenó sus mejillas de un rubor flamígero para
iniciar un viaje al centro indecible del deseo; entre las turgencias ardientes
de sus senos y las ensoñaciones púbicas; desde las escápulas temblorosas de su
espalda, hasta las calientes erupciones del placer en cada dimensión cúbica de
su cuerpo.
Luego de tenderse en la
gran cama de la habitación, de espaldas contra el cielo raso, doña Marina
sintió el poder de sus piernas y se palpó el pubis, luego se acarició las
trepidantes aristas húmedas de su clítoris ardiente y cerró los ojos. Agitados
sus senos, conmovidos sus sentidos, de pronto sintió el peso de un afecto viril
hecho sombra, similar a los desbordes de sus antepasados en el delirio del
poder. Cual, si se tratara de una promesa incubada en el inframundo, la sombra
se abalanzó sobre ella, pronto a saciarla, igual que sacia el deseo animal de
la posesión. Enseguida, amantísimo, el ente retuvo el aliento, como si se dispusiera a
lanzarse desde lo alto de una montaña; y con la certidumbre de un ángel
proscrito, alcanzó la cámara del vino para clavarle a ella la bandera suya
entre las piernas que, abiertas como alas de mariposa, temblaron bajo ese goce
eterno que los amantes saben está inscrito en la memoria universal de la
libido.
Dilatados sus tímpanos, envuelta en el
frenético bufar de un tren al llegar a la estación, y a ratos, oculta por la
densa ebullición de unas enormes nubes de vapor, doña Marina se dejó llevar
hasta el andén de losas amarillas donde ella solía esperar a Hilarión cuando
volvía de la ciudad y ambos abrazados corrían a casa desnudándose en el camino desesperados por alcanzar las estrellas.
Doña Marina había quedado
viuda muy joven y llevaba más de tres años viviendo en la soledad de la quinta
que le dejó su marido don Hilarión de la Cuadra al momento de su muerte.
Situada en el sur del país, la quinta era lo que quedaba de la fortuna de los de
la Cuadra. Dato sin importancia si no fuera porque nos informa de la decadencia
de una familia tradicional de la sociedad chilena de finales de la primera
mitad del siglo XX, asentada por generaciones en un punto remoto de la antigua
provincia de Valdivia, más allá del borde sur del río Calle-Calle, y unido a su
capital territorial por una pequeña estación ferroviaria. Allí pasaron sus
mejores días, con algunas angustias, pero felices. Hilarión, parco en lo suyo,
remolón con el verbo; Marina expresiva, como las flores del canelo sagrado.
Hasta que, cerca de
cumplir los cuarenta años, aquel manifestó ciertos signos de desacomodo social.
Ocurrió desde el día en que empezó a frecuentar
una sociedad secreta que lo alejó de sus relaciones habituales. Con este
vínculo que nunca nadie se preocupó de investigar, se dio inicio al lento
deterioro de su salud mental, a lo que se sumó la inhibición prematura de su
sexualidad. Dicen quienes conocieron a la pareja, que don Hilarión era
infértil, y que, durante la primera etapa de su matrimonio, y a pedido de su
mujer, aceptó someterse a tediosos tratamientos de medicina natural con la vana
esperanza de engendrar un hijo, lo que no fue óbice para que el resplandor del deseo iluminara su lecho
intensamente.
En contra de la opinión
de sus cercanos y por el amor que le tuvo a su marido, nunca pasó por la mente
de doña Marina volver a casarse; al contrario, guardó penoso silencio y acomodó
su libido a la abstinencia con una valentía encomiable.
Después de su conversión,
don Hilarión había dejado de asearse con regularidad, se había dejado una barba
que nunca quiso recortar y empezó a vestir como su
jardinero, al que le cambiaba la ropa por la suya. Su desapego fue tan grande
por todo lo que le rodeaba que cayó en
melancolía, lo que a la postre lo condujo a la muerte, dejando a doña Marina
llena de aflicción, incapaz de comprender sus motivos. Es menester hacer
presente que los restos de don Hilarión fueron reducidos a cenizas, y
cumpliendo al pie de la letra un mandato expreso suyo –suscrito, por cierto,
cuando aún gozaba de buena salud–, estas fueron guardadas en un pequeño
contenedor de amazonita, cuyos brillos verdes, contrastados de estrías
amarillas, le daban al ánfora, una sensación fosforescente de estallido lúdico.
Fue colocada, de acuerdo con su testamento, en el centro del patio principal de
la quinta; más precisamente, en un quiosco en
forma de pagoda, cuyo techo, durante los veranos, producía sobre la pared que
la separaba del campo, una sombra ondulante, a semejanza de una serpiente,
mientras el sol transitaba por el lugar.
Tal cual quedó
evidenciado, durante el largo luto que llevó doña Marina, no se le conoció
ningún interés que la distrajera de sus cavilaciones, siendo la forma de
rendirle amoroso tributo a su marido. Secundada por Leontina –su ama de
llaves–, se recogía temprano en invierno y nunca muy tarde en verano, salvo
cuando recibía visitas que, de tarde en tarde, se asomaban para hacer recuerdos
de su esposo.
Necesario, para redondear
con fidelidad esta historia, es informar que el jardinero que le pasaba su ropa
a don Hilarión, empezó a manifestar también signos inequívocos de alteración de
su personalidad: vagar desnudo por las cercanías de la casa cuando se
encontraba fuera de sus horarios de trabajo, u orinar o masturbarse en
presencia de Leontina; hasta, incluso, insinuar avances indecorosos a doña
Marina, quien finalmente debió tomar la decisión de prescindir de sus
servicios. Por esta razón, los arrayanes plantados en los exteriores de la casa
se fueron quedando casi sepultados bajo los helechos por falta de poda, y las
florecillas de los alrededores dejaron de brillar. Pero, según los dichos de
algunos vecinos, cuyo único crédito es la unanimidad de sus versiones, el patio
donde reposaban los restos de don Hilarión, permaneció con sus jardines y sus
prados intactos, como si nunca hubieran dejado de ser atendidos por la mano
experta de un jardinero; en tanto, la vida de doña Marina transcurría más
rodeada de paz que de pesar; y bajo la inevitable aceptación de su destino,
incluido el abandono cruel de sus apetencias sexuales.
Sin embargo, cuando la
primavera de principios de la década del 40 del siglo pasado se asomaba
desparramando la vida a borbotones en aquellas latitudes feraces, doña Marina
amaneció llena de una energía nueva y sustancial. Se miró al espejo y se reconoció en la
plenitud de sus atributos y no sintió ninguna clase de frustración que la
hiciera renegar de su soledad; al revés, la prodigiosa virtud del espectáculo
de la creación, la llenaba ahora de una sensación de vital alegría. Fue
entonces cuando una suave brisa que, de pronto le rozó las
mejillas, la llevó a imaginar la presencia de un ángel travieso que bien podría
estar mirándola desde algún rincón de su jardín. Era tal el gozo suyo que, a la hora del desayuno llamó a Leontina y le dijo que ese día no almorzaría, bastaba con unas
frutas y ensaladas; también le pidió preparar su baño con diligencia para la
noche. La mujer, conocedora de los gustos de su señora, se lo ordenó con agua
de rosas y aceite de avellanas y se preocupó de dejar a su alcance lo mejor de
su vestuario íntimo. En la tarde, doña Marina se recogió temprano en su
habitación, y luego de un baño reparador, se paseó desnuda y se miró detenidamente en el gran espejo de molduras barrocas
que cubría la pared frente a su cama; enseguida se vistió con su desabillé de
verde ágata y admiró su anatomía, agradecida de su linaje; en tanto, había
dejado abierta la gran ventana que daba al patio de la pagoda donde brillaba
contra la inmensidad del cielo el ánfora con los restos de su marido, a la vez
que la acariciaba un aire limpio y sereno sobre las suaves extensiones de su
piel. Se tocó los glúteos y se miró el ombligo para seguir con la vista la
línea apenas perceptible que bajaba para unirse a la oscura rosa de su bajo
vientre. Un estremecimiento llenó sus mejillas de un rubor flamígero para
iniciar un viaje al centro indecible del deseo; entre las turgencias ardientes
de sus senos y las ensoñaciones púbicas; desde las escápulas temblorosas de su
espalda, hasta las calientes erupciones del placer en cada dimensión cúbica de
su cuerpo.
Luego de tenderse en la
gran cama de la habitación, de espaldas contra el cielo raso, doña Marina
sintió el poder de sus piernas y se palpó el pubis, luego se acarició las
trepidantes aristas húmedas de su clítoris ardiente y cerró los ojos. Agitados
sus senos, conmovidos sus sentidos, de pronto sintió el peso de un afecto viril
hecho sombra, similar a los desbordes de sus antepasados en el delirio del
poder. Cual, si se tratara de una promesa incubada en el inframundo, la sombra
se abalanzó sobre ella, pronto a saciarla, igual que sacia el deseo animal de
la posesión. Enseguida, amantísimo, el ente retuvo el aliento, como si se dispusiera a
lanzarse desde lo alto de una montaña; y con la certidumbre de un ángel
proscrito, alcanzó la cámara del vino para clavarle a ella la bandera suya
entre las piernas que, abiertas como alas de mariposa, temblaron bajo ese goce
eterno que los amantes saben está inscrito en la memoria universal de la
libido.
Dilatados sus tímpanos, envuelta en el
frenético bufar de un tren al llegar a la estación, y a ratos, oculta por la
densa ebullición de unas enormes nubes de vapor, doña Marina se dejó llevar
hasta el andén de losas amarillas donde ella solía esperar a Hilarión cuando
volvía de la ciudad y ambos abrazados corrían a casa desnudándose en el camino desesperados por alcanzar las estrellas.
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