La Patata Tórrida


¿PUEDE HABER EN EL MUNDO ALGO MÁS DESPRECIABLE QUE LA ELOCUENCIA DE UN HOMBRE QUE NO DICE LA VERDAD?
Thomas Carlyle


Arriendo Departamentos en Valparaiso

viernes, 1 de agosto de 2014


Reflexión en el linde



Las musas extremas, óleo del autor, 2014 (gentileza de su dueña Ximena Ríos A).

La paradoja duerme en el tiempo: los hombres viejos llevan las horas como apostando por el estado del juego. Al principio, de jóvenes, quieren que las horas apuren el calendario para alcanzar el poder; al final, de viejos, que se alarguen para alcanzar la esperanza. 

Gonzalo Rios Araneda
  

miércoles, 30 de julio de 2014

El jardín de doña Marina















Gonzalo Ríos Araneda
          


Doña Marina había quedado viuda muy joven y llevaba más de tres años viviendo en la soledad de la quinta que le dejó su marido don Hilarión de la Cuadra al momento de su muerte. Situada en el sur del país, la quinta era lo que quedaba de la fortuna de los de la Cuadra. Dato sin importancia si no fuera porque nos informa de la decadencia de una familia tradicional de la sociedad chilena de finales de la primera mitad del siglo XX, asentada por generaciones en un punto remoto de la antigua provincia de Valdivia, más allá del borde sur del río Calle-Calle, y unido a su capital territorial por una pequeña estación ferroviaria. Allí pasaron sus mejores días, con algunas angustias, pero felices. Hilarión, parco en lo suyo, remolón con el verbo; Marina expresiva, como las flores del canelo sagrado.

Hasta que, cerca de cumplir los cuarenta años, aquel manifestó ciertos signos de desacomodo social. Ocurrió desde el día en que empezó a frecuentar una sociedad secreta que lo alejó de sus relaciones habituales. Con este vínculo que nunca nadie se preocupó de investigar, se dio inicio al lento deterioro de su salud mental, a lo que se sumó la inhibición prematura de su sexualidad. Dicen quienes conocieron a la pareja, que don Hilarión era infértil, y que, durante la primera etapa de su matrimonio, y a pedido de su mujer, aceptó someterse a tediosos tratamientos de medicina natural con la vana esperanza de engendrar un hijo, lo que no fue óbice para que el resplandor del deseo iluminara su lecho intensamente.

En contra de la opinión de sus cercanos y por el amor que le tuvo a su marido, nunca pasó por la mente de doña Marina volver a casarse; al contrario, guardó penoso silencio y acomodó su libido a la abstinencia con una valentía encomiable.

Después de su conversión, don Hilarión había dejado de asearse con regularidad, se había dejado una barba que nunca quiso recortar y empezó a vestir como su jardinero, al que le cambiaba la ropa por la suya. Su desapego fue tan grande por todo lo que le rodeaba que cayó en melancolía, lo que a la postre lo condujo a la muerte, dejando a doña Marina llena de aflicción, incapaz de comprender sus motivos. Es menester hacer presente que los restos de don Hilarión fueron reducidos a cenizas, y cumpliendo al pie de la letra un mandato expreso suyo –suscrito, por cierto, cuando aún gozaba de buena salud–, estas fueron guardadas en un pequeño contenedor de amazonita, cuyos brillos verdes, contrastados de estrías amarillas, le daban al ánfora, una sensación fosforescente de estallido lúdico. Fue colocada, de acuerdo con su testamento, en el centro del patio principal de la quinta; más precisamente, en un quiosco en forma de pagoda, cuyo techo, durante los veranos, producía sobre la pared que la separaba del campo, una sombra ondulante, a semejanza de una serpiente, mientras el sol transitaba por el lugar.

Tal cual quedó evidenciado, durante el largo luto que llevó doña Marina, no se le conoció ningún interés que la distrajera de sus cavilaciones, siendo la forma de rendirle amoroso tributo a su marido. Secundada por Leontina –su ama de llaves–, se recogía temprano en invierno y nunca muy tarde en verano, salvo cuando recibía visitas que, de tarde en tarde, se asomaban para hacer recuerdos de su esposo.

Necesario, para redondear con fidelidad esta historia, es informar que el jardinero que le pasaba su ropa a don Hilarión, empezó a manifestar también signos inequívocos de alteración de su personalidad: vagar desnudo por las cercanías de la casa cuando se encontraba fuera de sus horarios de trabajo, u orinar o masturbarse en presencia de Leontina; hasta, incluso, insinuar avances indecorosos a doña Marina, quien finalmente debió tomar la decisión de prescindir de sus servicios. Por esta razón, los arrayanes plantados en los exteriores de la casa se fueron quedando casi sepultados bajo los helechos por falta de poda, y las florecillas de los alrededores dejaron de brillar. Pero, según los dichos de algunos vecinos, cuyo único crédito es la unanimidad de sus versiones, el patio donde reposaban los restos de don Hilarión, permaneció con sus jardines y sus prados intactos, como si nunca hubieran dejado de ser atendidos por la mano experta de un jardinero; en tanto, la vida de doña Marina transcurría más rodeada de paz que de pesar; y bajo la inevitable aceptación de su destino, incluido el abandono cruel de sus apetencias sexuales.

Sin embargo, cuando la primavera de principios de la década del 40 del siglo pasado se asomaba desparramando la vida a borbotones en aquellas latitudes feraces, doña Marina amaneció llena de una energía nueva y sustancial.  Se miró al espejo y se reconoció en la plenitud de sus atributos y no sintió ninguna clase de frustración que la hiciera renegar de su soledad; al revés, la prodigiosa virtud del espectáculo de la creación, la llenaba ahora de una sensación de vital alegría. Fue entonces cuando una suave brisa que, de pronto le rozó las mejillas, la llevó a imaginar la presencia de un ángel travieso que bien podría estar mirándola desde algún rincón de su jardín. Era tal el gozo suyo que, a la hora del desayuno llamó a Leontina y le dijo que ese día no almorzaría, bastaba con unas frutas y ensaladas; también le pidió preparar su baño con diligencia para la noche. La mujer, conocedora de los gustos de su señora, se lo ordenó con agua de rosas y aceite de avellanas y se preocupó de dejar a su alcance lo mejor de su vestuario íntimo. En la tarde, doña Marina se recogió temprano en su habitación, y luego de un baño reparador, se paseó desnuda y se miró detenidamente en el gran espejo de molduras barrocas que cubría la pared frente a su cama; enseguida se vistió con su desabillé de verde ágata y admiró su anatomía, agradecida de su linaje; en tanto, había dejado abierta la gran ventana que daba al patio de la pagoda donde brillaba contra la inmensidad del cielo el ánfora con los restos de su marido, a la vez que la acariciaba un aire limpio y sereno sobre las suaves extensiones de su piel. Se tocó los glúteos y se miró el ombligo para seguir con la vista la línea apenas perceptible que bajaba para unirse a la oscura rosa de su bajo vientre. Un estremecimiento llenó sus mejillas de un rubor flamígero para iniciar un viaje al centro indecible del deseo; entre las turgencias ardientes de sus senos y las ensoñaciones púbicas; desde las escápulas temblorosas de su espalda, hasta las calientes erupciones del placer en cada dimensión cúbica de su cuerpo.

Luego de tenderse en la gran cama de la habitación, de espaldas contra el cielo raso, doña Marina sintió el poder de sus piernas y se palpó el pubis, luego se acarició las trepidantes aristas húmedas de su clítoris ardiente y cerró los ojos. Agitados sus senos, conmovidos sus sentidos, de pronto sintió el peso de un afecto viril hecho sombra, similar a los desbordes de sus antepasados en el delirio del poder. Cual, si se tratara de una promesa incubada en el inframundo, la sombra se abalanzó sobre ella, pronto a saciarla, igual que sacia el deseo animal de la posesión. Enseguida, amantísimo, el ente retuvo el aliento, como si se dispusiera a lanzarse desde lo alto de una montaña; y con la certidumbre de un ángel proscrito, alcanzó la cámara del vino para clavarle a ella la bandera suya entre las piernas que, abiertas como alas de mariposa, temblaron bajo ese goce eterno que los amantes saben está inscrito en la memoria universal de la libido.


Dilatados sus tímpanos, envuelta en el frenético bufar de un tren al llegar a la estación, y a ratos, oculta por la densa ebullición de unas enormes nubes de vapor, doña Marina se dejó llevar hasta el andén de losas amarillas donde ella solía esperar a Hilarión cuando volvía de la ciudad y ambos abrazados corrían a casa desnudándose en el camino desesperados por alcanzar las estrellas.